La montaña mágica duerme,
cobijada
por un cielo oscuro y mudo.
Las colinas se rinden
bajo mis pies de piedra volcánica,
y mientras las nubes color naranja
observan mi trote entre las penumbras,
Thomas Merton me dicta una lección
y Ernesto Cardenal su cántico cósmico,
saturado de esperanzas y tenue amor.
Rocinante está llegando –sin jinete–
millas atrás Don Quijote duerme
en el tronco torcido
de un encino.
Los años pasados
se han mutado en nítidos recuerdos,
a la par que Fernandita
en su jugar cotidiano,
le propina a mi petrificada alma
gramos místicos de cielo,
y bañada la han dejado
de ternura
y fugaces entresueños.